Nuestros chicos tienen que aprender a saludar, a quedarse sentados en la mesa, a ordenar, a comer bien, a decir por favor y gracias, a espera su turno, a no decir malas palabras, a no meterse los dedos en la nariz y a no tocarse los genitales en público, a comer con la boca cerrada, y mil temas más, que no necesitan resolverse todos antes de los tres años de vida, pero tampoco a los dieciséis….
El primer ingrediente, y algo fundamental, es nuestro ejemplo. Los chicos aprenden desde el comienzo por imitación, gracias a unas maravillosas neuronas llamadas espejo que repiten lo que ven (dentro de sus cabecitas) con la condición de que la conducta observada tenga una intencionalidad; así van “archivando” experiencias a las que podrán acudir a medida que las necesiten. Una chiquita de un año y medio revuelve en la cacerolita hablando por un celular de juguete que sostiene entre la oreja y el hombro… copia idéntica de lo que vio hacer a su mamá. A esa edad, de hecho, vemos muchas imitaciones: manejan un auto de juguete, se peinan, retan a sus muñecos, o les dan de comer, se van a trabajar, repitiendo siempre las acciones simples de sus padres.
El segundo ingredientes es la maduración: es casi imposible que un chiquito a los dos años se quede sentado conversando en la sobremesa, que a los tres recuerde lavarse los dientes antes de ir a dormir, que a los cuatro se ponga a ordenar su juguetes por iniciativa propia, junte su ropa sucia y la lleve al lavadero después de bañarse, o que a los cinco sepa exactamente cuándo puede decir una mala palabra y cuándo no puede hacerlo.
Lo que suelo ver en las consultas son padres que retan mucho y apabullan a sus hijos con sus indicaciones en relación con varios temas simultáneos, sin medir las reales posibilidades de ese hijo de responder a esas expectativas. Y veo padres, en el otro extremo de la escala, que no hacen nada al respecto, porque los ven chiquitos, o para que no sufran, o para que no se enojen, ¡o porque no tienen ganas!, suponiendo que la maduración y el ejemplo van a ser suficientes.
Lamentablemente no alcanza con eso. Por eso el tercer ingrediente es también indispensable: ir enseñando conductas adecuadas. El arte está en ir pidiéndoles cosas para las que creemos que están preparados, de a una, sin aturdirlos, acompañando nosotros el proceso, es algo parecido a aprender a hacer malabares con bolos, empezamos por uno y cuando los vemos listos vamos agregando otro, con tiempo y paciencia, para introducir uno nuevo sólo cundo el anterior haya sido incorporado.
Una forma divertida y práctica de instalar estas costumbres es hacer campañas familiares en las que nos incluimos los adultos. Aunque sólo sea uno de los integrantes de la familia el que tiene que instalar un hábito o modificar una conducta la proponemos para todos: hacemos la campaña da masticar con la boca cerrada, o de no poner los codos sobre la mesa, podríamos incluso poner una prenda para el que sea encontrado “en falta” tres veces seguidas. Ya a partir de los tres años pueden participar y divertirse jugando. Las ventajas son muchas: el que tiene que cambiar no se siente señalado, todos prestan atención durante unos días a esa buena costumbre, lo que refuerza el hábito, y además descubriremos que nosotros también cometemos algunos de esos errores, ¡aunque no teníamos ni idea! Y eso nos va a dar una cuota de humildad para las campañas sucesivas. Así dedicando un par de semanas a cada tema, en unos meses iremos resolviendo problemas que venían arruinando el clima de la casa, y lo lograremos con pocos enojos, pocas lágrimas y mucha diversión.
MARITCHU SEITÚN ( LICENCIADA EN PSICOLOGÍA ESPECIALISTA EN NIÑOS Y ORIENTACIÓN A PADRES)